Quién no ha experimentado alguna vez el juicio amargo de un familiar, posiblemente de la propia pareja, quien nos dice del mal que nos vamos a morir porque está harto(a) de nuestros defectos y carencias?
Quién no ha juzgado alguna vez a otro ser humano, condenándolo antes de saber la verdad completa o inclusive parte de la verdad que explicaría su conducta?
Quién no ha sentido ganas de chocar el auto de aquel loco al volante que se nos cruza haciéndonos salir de la pista para esquivar la colisión? O por lo menos quién no ha tenido ganas de gritar malas palabras a ese tipo de conductor agresivo?
Quién no ha perdido la paciencia con alguien que hace cosas que no nos gustan, se disculpa, promete cambiar, pero vuelve con lo mismo una y otra vez?
A nadie le gusta ser condenado, pero todos somos proclives a condenar.
"El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra", nos recuerda Jesús en el Evangelio de Juan capítulo 8 versículo 7.
En el camino de la elevación espiritual, nos volvemos más compasivos.
La compasión nos conduce a practicar con otros el tipo de perdón y amor incondicional que Dios nos brinda diariamente, a pesar de nuestra condición de pecadores reincidentes. Dios nos pide perdonar a otros tal y como El nos ha perdonado siempre.
Escena de Jesús perdonando a la mujer adúltera de la película "Son of God"
Practicando la compasión, dejamos de juzgar para pasar a comprender qué puede haber motivado que esas personas nos hirieran o hicieran daño. Entendemos que ellas han sufrido traumas, frustraciones, golpes, decepciones y padecimientos que determinan, en alguna medida, la forma en que nos maltrataron. Esas personas fueron víctimas de otros. Se trata de gente herida que hiere a otros. Nos corresponde a nosotros cortar el círculo vicioso de juicio y condena para cambiar al círculo virtuoso de compasión y perdón. Por el bien de quienes nos rodean y por el de nosotros mismos.
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